25 mayo, 2008

Relato de un Novel

· Rastro de un Adiós

Desde el horizonte llegó la hermosura traída por el amanecer veraniego. Todo lo que los rayos del sol tocaron se tornó cálido y acogedor. Los vientos llevaron las olas a la costa, y la brisa marina recorrió las calles acariciando a lo vivo y lo inerte. Desde la costa, las aguas se extendían hacia la lejanía, y los vientos formaban en ella, pliegues que rompían en la orilla, extendiendo velos blancos a lo largo de la línea de costa, moldeando así las playas. A las partículas de arena que yacían en la playa se les unieron nuevas que descansaron en la orilla tras un largo y agitado viaje. Las arenas avanzaron en la brisa queriendo abarcar las tierras que por el sol eran caldeadas.
Partículas en suspensión se precipitaron sobre un vestido ondulante. La brisa las aupó un poco y las llevó hacia unas manos rugosas que sujetaban un papel en el que era posible leer:
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"El sol de la costa andaluza me acogió tras nacer. En las aguas de la orilla jugué a los pocos años y durante otros más. Mi corazón se unió a otro aquí, durante mi hermosa juventud, y se separó de él muchos años después. Caminé por la cálida arena y la húmeda orilla en mi vejez, y ahora recorreré la senda de pliegues anaranjados, dejando atrás mi cuerpo y mi vida, pues siempre pertenecerán al verano andaluz."
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Los dedos que sujetaban el papel se relajaron, y las manos lo dejaron libre, para luego deslizarse sobre el vestido y quedar cada una a un lado, en contacto con la arena. Las partículas que abundaban cada vez más sobre la tela, fueron elevadas de nuevo por la brisa para esta vez quedar internadas entre finas hebras plateadas que ondeaban con suavidad, sobre un rostro recorrido por surcos venidos con el pasar de los años. Unos brillantes ojos entreabiertos observaron el amanecer, cuando los labios se movieron sin emitir sonido o palabra alguna. En silencio, sus labios dijeron: «no te he dejado».
El cuerpo inerte pareció dormirse; aún cálido por la arena y el sol. Su vestido y su cabello fueron movidos por el viento, y la arena que en él viajaba, acarició a modo de despedida el rostro de la anciana. Los pies fueron humedecidos por el velo blanco que venía a recogerla para llevarla a través de la senda de pliegues anaranjados que el sol, el viento y el agua ofrecían como adiós.
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Por J. A. Velázquez Postigo ©

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